Las crónicas literarias de Azorín en “Los Pueblos”
Ernesto Bustos Garrido
Los textos contenidos en el libro Los Pueblos, de Azorín, no son cuentos y tampoco relatos; son historias con una línea argumental tan tenue que es difícil encontrar los personajes, y a veces el o la protagonista. José Martínez Ruiz, más conocido como Azorín, escribió estas crónicas entre 1904 y 1905. Tenía 34 años. Él nunca tuvo la pretensión de algo más grande o impactante. Su interés fue captar sensaciones, describir minucias con el detalle del fino orfebre. Utilizó palabras en desuso con el afán de rescatar su valor y su fuerza expresiva de “castellanidad”.
En Los Pueblos Azorín recoge una veintena de textos que más bien constituyen lo que se podría llamar crónica literaria. Azorín ya había dejado sus estudios de abogacía y estaba dedicado al periodismo. Había también abandonado Valencia y se había trasladado a Madrid, donde estaba la acción y se observaban ciertos brotes de cambio. Su pensamiento social y político se movía entre la revolución y el anarquismo. Sus primeros artículos resultaron de una fiereza un tanto exagerada para aquellos tiempos. Con su pluma despedazó a algunos escritores y a otros los dejó marcados y al borde del descrédito. El célebre Leopoldo Alas, Clarín, en enero de 1897, en las columnas de “La Saeta” sentenció que el joven cronista era un anarquista literario; aun así lo elogió, esperando de él que morigerase su verbo.
Al respecto dijo: “De Martínez Ruiz habría mucho que hablar, y hablaré en otra ocasión. Por hoy vaya esto, en resumen: Martínez Ruiz es un anarquista literario; sus doctrinas son terribles; pero él es un mozo listo, listo de veras. Entre las pocas cosas que respeta está el Castellano: escribe con corrección y facilidad, y eso de “Charivari” es un capricho que no crea el lector que anuncia una colección de galicismos. Lo que siento en el alma es que, siendo Martínez Ruiz amante del idioma y de los clásicos, como él ha declarado, diga los horrores que dice de Pereda y de Balart. Pero no me asustan estas ideas. He visto el retrato de Martínez Ruiz: es casi un niño. Además, él mismo confiesa que padece de los nervios… Pasará el sarampión, que acaso es salud, y quedará un escritor original, independiente y mucho más avisado que esos Nominativos que andan por ahí parodiando a Menéndez y Pelayo”.
De ahí en más se fueron haciendo grandes amigos. Paralelamente Martínez Ruiz comenzó a tomar contacto con otros jóvenes escritores y poetas, nacidos en los sesenta y setenta. Conoció y compartió estrechamente con Baroja, Maeztu y don Miguel de Unamuno, quien era un poco más grande que el trío. Junto a ellos y otros intelectuales con un nombre ya hecho como Machado y Valle-Inclán, dan forma al movimiento conocido como Generación del 98. Este movimiento marca el renacimiento de las letras hispanas, basado en una mirada al pasado. Sus fuentes son el Cantar del Mío Cid y El Quijote entre otras cumbres de la literatura clásica. La idea matriz es rescatar la españolidad que se encuentra en esas páginas. Hay una búsqueda de todo lo que provenga de Castilla. Incluso emplean palabras de terruño, es decir términos y expresiones antiguas, en ese momento en desuso.
De esto y mucho más encontraremos en su obra Los Pueblos. En estas crónicas de viaje abundan la nostalgia y por momentos la desazón. Algunos de los personajes son gentes fracasadas, lo que hoy se llama perdedores, individuos en el ocaso de sus existencias, consumidos por los años, agonizantes y olvidados en caserones obscuros y sombríos.
El arte de la prosa empleada para describir estos episodios está en la precisión del término, en la belleza de su uso, en la mirada profunda del escritor en aquellos detalles ínfimos como las manos, las uñas, el doblez de la falta y la arruga de un camisón.
La crónica Sarrió, seleccionada en esta ocasión, contiene muchos de estos vértices. Sarrió es el nombre de un viejo amigo del autor a quien este visita después de una larga ausencia en el pueblo de su infancia y adolescencia. Lo encuentra prostrado, y entonces la nostalgia brota a raudales, mezclada con pinceladas de melancolía y un fuerte lirismo. No hay ni encontraremos una gran trama ni un gran argumento en estas líneas. El centro de todo es el pasado, hoy convertido en tristeza, y para ello la palabra de Azorín es justa y la frase breve.
Azorín, un maestro del lenguaje. Vargas Llosa afirma que el alicantino es el escritor de la elegancia y la pulcritud; y no está equivocado.
Ernesto Bustos Garrido
periodista
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Sarrió
Azorín (En Los Pueblos)
Los amigos y admiradores del hombre ilustre quedarán consternados cuando pasen la vista por estas líneas. Sarrió está enfermo; Sarrió desaparece… Yo he llegado a media mañana a este pueblecillo sosegado y claro; el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas caían en un ángulo de los aleros de las casas y bañaban las puertas; la iglesia, con sus dos achatadas torres de piedra, torres viejas, torres doradas, se levantaban en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoso. Y en el medio, la fuente deja caer sus cuatro caños, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo me he detenido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profundo, del ruido manso del agua, de las torres, del revolar de una golondrina, de las campanas rítmicas y largas del vetusto reloj. Y luego he llamado en la casa del grande hombre: “tan, tan”. La puerta estaba entreabierta; no era indiscreción el entrar. El zaguán se hallaba desierto; sobre una mesa he visto una palmatoria con la vela a medio consumir, un vaso vacío –tal vez de un algún medicamento– y un rimero de periódicos de la provincia con las fajas intactas. Un profundo silencio reina en toda la casa; los muebles están llenos de polvo; una o dos sillas tienen el asiento desfondado. Y flota en el aire y se ve en todos los detalles algo como un profundo abandono, como una honda laxitud, como una irremediable desesperanza. “Es extraño –pienso yo, y me siento un momento junto a la mesa, ya un poco triste, ya embargado por esa melancolía, indefinible que nos hace presentir las grandes catástrofes”. “Es extraño” –torno a pensar. Y me levanto; en el fondo aparece la ancha puerta del huerto, y columbro por ella el verde claro de los naranjos y el verde obscuro de los granados. Pero nadie aparece, ni se percibe el más ligero ruido en la casa. Yo entonces hago sonar unas fuertes palmadas y pregunto, gritando, a uso de pueblo:
–¿Quién está aquí?
Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extrañas, que parecen abandonadas, en que vive uno de esos misántropos de pueblo, con las salas cerradas y polvorientas, con la cocina apagada siempre, con el pequeño huerto lleno de plantas silvestres; esas casas en que no hay nadie jamás y que, de tarde en tarde, se oye el chirrido de una puerta y se ve la silueta negra, sigilosa, de su único morador, que pasa. Yo conozco estas casas, pero la casa de Sarrió no era de estas. Un presentimiento doloroso comienza a entrar en mi espíritu. Yo doy otras recias y sonoras palmadas. Y entonces, al cabo de un breve rato, veo salir a un criado por la puerta del huerto. ¿No habéis reparado en el aire especial que tienen los criados de estas casas extrañas? Son como hombres que esperan y que temen algo al mismo tiempo; llevan en su cara los signos de una preocupación, de una displicencia, de un recelo misterioso; diríase que husmean por todos los escondrijos, tesoros ocultos, que piensan en mandas, en legados, y que se sienten secretamente exasperados por algo que no llega.
Yo le pregunto a este criado:
–¿Y don Lorenzo?
Él me contesta:
–Está durmiendo.
Son las once de la mañana; estas sencillas palabras producen en mí una estupefacción profunda.
–Pero ¿está enfermo? – torno yo a preguntar.
Él no contesta directamente a mi pregunta.
–Se levanta a las tres de la madrugada –me dice– y después se vuelve a acostar.
Yo estoy asombrado. ¿Sarrió se levanta a las tres y después se vuelve a acostar? Esto es inaudito, absurdo. Y entonces, cuando mi admiración ha pasado un tanto, me acuerdo de las tres lindas hijas de mi ilustre amigo: de Carmen, de Lola y de Pepita. Carmen era menuda y tenía el pelo castaño y los ojos azules.
–¿Y la señorita Carmen? –pregunto.
–Se casó –me contesta el criado.
Yo siento una tenue desilusión. Y pregunto por Lola. Lola era alta y tenía el cabello rubio y los dientes menuditos y blancos.
–¿Y la señorita Lola?
–Se casó también.
Yo vuelvo a experimentar otra decepción vaga. Y deseo saber qué se ha hecho de Pepita. Pepita era la más linda de las tres. Pepita era mi amiga predilecta. Pepita tocaba en el piano, con gesto lento y melancólico, “La priere des Bardes”. Pepita tenía hermosas dos cosas que prestan a la mujer un encanto irresistible, avasallador: Pepita tenía hermosas las manos y la voz. De la voz ha dicho un griego –Zenón– que “es la flor de la belleza”; de las manos no recuerdo ahora sentencia ninguna de ningún filósofo, pero no es necesario acudir a las filosofías antiguas o modernas para sentirse subyugado por unos dedos largos, finos, blancos, sedosos y puntiagudos, guarnecidos de simétricas uñas, combadas y rosadas.
–¿Y la señorita Pepita? –vuelvo yo a preguntar, un poco indeciso, temeroso.
–Se murió –contesta el criado.
**************
Y yo oigo esas palabras lleno de una intensa e indescriptible emoción. Ya todo el misterio de este ambiente que flota en la casa abandonada aparece claro ante mí. ¿Cómo los seres que hemos amado tanto pueden desaparecer de este modo tan rápido y brutal? ¿No habrá nada fijo, inconmovible, en el mundo de nuestros amores y de nuestras predilecciones? Yo miro inconscientemente, anonadado por la tristeza, la bujía a medio consumir, el vaso vacío, el rimero de los periódicos intactos. Y, de pronto, oigo unos pasos sordos en el piso de arriba y percibo una voz ronca, una voz apagada, una voz doliente que llama al criado. Es la voz de Sarrió. Transcurren unos minutos; el grande hombre aparece en el relleno de la escalera. ¿Es él? ¿No es él? Sarrió camina con los pies arrastrando. Antes iba pulcramente afeitado; ahora lleva una larga barba intonsa, descuidada. Antes llevaba una estupenda cadena de plata, con una gruesa muletilla; ahora ya no la usa. Antes llevaba siempre, indefectiblemente, una refulgente camisa planchada, que hacía sobre el pecho un bombeo gallardo; ahora trae una camisa blanda. Yo he dicho ya, en otra ocasión, que un hombre que no lleva camisa nítida y acerada, no puede tener talento ni energía; cuando esta proposición se publicó, algunas estimadas amigas mías se escandalizaron. Una mujer no puede persuadirse de que un hombre desprovisto de esta indispensable prenda deje de tener energía y talento. Algunas, sin embargo, llegan a convencerse, pero ya es un poco tarde…..
Sarrió, siempre tan atildado, no usa camisa. ¿Queréis un detalle que revele mejor toda su lamentable decadencia? Yo he sentido ante él una honda tristeza que ha venido a juntarse a la tristeza ya sentida. Sarrió va bajando, lentamente, apoyado en la barandilla, los peldaños de la escalera. Yo le miro absorto. Hay en los pueblos hombres y mujeres vulgares, anodinos, insignificantes, que os han encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya desaparición os causa tanto pesar como la de un héroe o la de un artista. ¿Dónde están don Pedro, don Antonio, don Luis, don Rafael, don Alberto, don Leandro, a quienes conocimos en nuestra niñez o en nuestra adolescencia? Tal vez todos han muerto mientras vosotros estabais ausentes, olvidados de sus figuras amables; talvez alguno de ellos –como este Sarrió- sobrevive a la ruina de su casa, a la muerte de sus amigos, a la desaparición de todo lo que constituía el ambiente de su época. Entonces veis estas existencias trágicas, dolorosas, solitarias, que en los caserones de la pueblos van oscilando durante dos, tres, seis años, entre la vida y la muerte. Ya la ponderación y el equilibrio se han perdido; acaso esta dolencia ha comenzado por una ligera indisposición; luego las catástrofes morales, los disgustos, las calamidades, han venido a abrumar el espíritu. Y, poco a poco, como acontece en las pesadillas, sentimos que vamos deslizándonos por un precipicio, del que queremos salir y del que, con todo, no podemos librarnos. Así, un día es la indumentaria lo que descuidamos; otro la limpieza de la casa; otro es el desorden de las comidas; otro, nuestras diversiones favoritas –la caza, la música–, que vamos olvidando…. Y la neurastenia va creciendo, creciendo, formidable, en el desorden de la casa, en el abandono de nuestra persona, y nosotros, ya perdidos, nos dejamos llevar anonadados, de la corriente fatal que nos conduce a la anulación definitiva. Acaso los amigos, los parientes, intentan un supremo esfuerzo; se hace un viaje para consultar a un médico famoso; se ponen en práctica tales o cuales medios curativos… Pero todo es inútil; los años han ido pasando; las energías de la juventud se han perdido; el ambiente que nos ha de tragar está ya formado, y son vanos y estériles cuantos esfuerzos hacemos por apartarnos de él.
¿Comprendéis ahora la tragedia de Sarrió? Cuando ha acabado de bajar la escalera, ha pasado junto a mí sin conocerme. Yo me he puesto ante él.
–¡Sarrió! ¡Sarrió! –le he gritado.
Entonces él ha permanecido un momento absorto, mirándome con sus ojos apagados, blandos, después ha abierto la boca como para decir algo que no acertaba a decir, y al fin ha exclamado con voz opaca, fría:
–¡Ah, sí! Azorín…
Y de nuevo ha caído, terrible, un silencio denso en el zaguán. No podíamos decirnos nada. ¿Qué íbamos a decirnos? No había necesidad de que habláramos nada. Hay instantes en la vida –cuando os halláis, por ejemplo, al cabo de muchos años, ante una persona que habéis querido–, hay instantes en la vida en que creéis que vais a decir muchas cosas, que vais a expresar multitud de sentimientos tumultuosos, y en que sin embargo, os encontráis con que no se os ocurre ni aun la más vulgar de las palabras…
Yo he guardado silencio, triste, anonadado, ante el gran hombre. Y, cuando he salido de la casa, he vuelto a ver en la plaza sosegada las sombras gratas y azules, las torres achatadas, los balcones cerrados; y he vuelto a oír el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan raudas por el cielo, las campanadas del viejo reloj que marca sus horas, rítmico, eterno, e indiferente a los dolores de los hombres…
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