Cuando el escritor estadounidense John Williams (1) publicó en 1965 esta novela titulada escuetamente como Stoner, sufrió una tremenda decepción. Apenas se vendieron dos mil ejemplares de esa primera tirada. El argumento parecía autobiográfico, aunque no lo era del todo. El personaje se llamaba William Stoner y era un profesor de literatura inglesa en la Universidad de Columbia (2) (Estados Unidos). Él había estudiado allí mismo, un par de años, la carrera de Agronomía. Su padre, un modesto granjero del pueblo de Boonville, lo había enviado a Columbia a estudiar las cosas del agro para que ayudara al sustento de la familia. La tierra que poseía, y que no era mucha, estaba perdiendo su fortaleza, sus nutrientes. Sus cualidades para el cultivo de legumbres y hortalizas se estaban empobreciendo y los rindes apenas alcanzaban para “parar la olla” y mal vestir.
Bill entró a dicha casa de estudios (en 1910) no muy convencido, pero ese era el propósito de sus progenitores, y punto. Empezó con algún brío y mucha responsabilidad. A su padre nadie le regalaba el dinero. Sin embargo, cuando se inscribió en una materia electiva (literatura inglesa) comenzó a descubrir que algo lo inquietaba y le atraía. Se enamoró de las frases y las palabras. Descubrió que ellas, más que comunicar historias, revelaban sentimientos y emociones. Entonces decidió cambiar de rumbo y tomó el camino de las letras, sin comunicarlo a sus padres.
Hubo un profesor que lo marcó. Se llamaba Archer Sloane. El profesor era, según la descripción en el libro, un hombre de mediana edad y que apenas pasaba los cinuenta (años); se llamaba Archer Sloane y asumía la enseñanza con aparente desdén e indiferencia, como si entre su conocimiento y lo que podía comunicar percibiera un abismo tan profundo que no valía la pena molestarse en franquearlo. Era temido y detestado por la mayoría de sus alumnos y él respondía con una actitud divertida, irónica y distante. Era un hombre de talla mediana, con un rostro alargado y profundas arrugas, pulcramente afeitado….”
Este Sloane instó al joven Stoner a definir mejor su futuro, a pensar en la literatura como razón de vida y a querer en el futuro dar clases en esa universidad.
El hijo de los granjeros de Boonville aceptó el reto y allí se inicia una trayectoria con triunfos y fracasos, con un matrimonio ruin y una hija a la que adora, a pesar de los obstáculos que le pone la madre. Stoner será un brillante profesor. Sus cursos y seminarios siempre estaban atiborrados de postulantes. Los alumnos lo escogían para que guiara sus tesis de magister y doctorado. Era muy popular y respetado hasta que un día aparece un candidato inteligente pero con discapacidades físicas (era malformado incluso mentalmente) que le complica su existencia y lo aproxima al borde el desfiladero.
John Williams copó la banca con esta su primera novela. Es hasta hoy una obra de culto. La han traducido a una veintena de lenguas, no obstante que desde su primera aparición en 1965 permaneció olvidada y oculta hasta que Vintage la reeditó en el 2003. Ian McEvan ha dicho que es la novela más conmovedora que ha leído en mucho tiempo. El profesor Stoner ha resultado tan cercano a miles y miles de personas, que su tenacidad y su humanidad son emblema de vida.
Williams hizo del personaje un monumento que está incrustado en el corazón de quienes aman la buena literatura.
John Williams nacido en 1922 en un pueblo del estado de Texas, es autor de “Nothing but the night (1948); El hijo de César (que le valió el National Book Awatd) y Butcher’s Crossing del año 1960. Falleció en Fayetteville, Arkansas, en 1994.
Nota 1: No confundir con el compositor de música de películas del mismo nombre (“La geisha”) y con el exintegrante del famoso grupo musical de rock fusión Sky, John Wiiliams, habitual acompañante del conjunto chileno Inti Illimani.
Nota 2: Esta universidad de Columnia no es la universidad Columbia de Nueva York. Es la Universidad estatal Misuri– Columbia, conocida también como Mizzou.
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William Stoner, dos muertos en el funeral de su padre
John Williams
Fragmento de Stoner
Booneville había cambiado poco en todos esos años. Habían construido algunos edificios, habían demolido otros, pero el pueblo conservaba su austera precariedad, y todavía parecía un campamento provisorio que se podía abandonar en cualquier momento. Aunque en los últimos años habían pavimentado la mayoría de las calles, una bruma polvorienta colgaba del aire, y aún circulaban unas pocas carretas tiradas por caballos, y al raspar el pavimento y las cunetas las ruedas con cubiertas de acero (llantas), a veces arrancaban chispas.
La casa tampoco había cambiado mucho. Quizá se la veía más seca y más gris; no quedaba una pizca de pintura en las tablas de madera, y los tablones de la galería se combaban aún más hacia la tierra.
Adentro había algunas personas: vecinos. gente que Stoner no recordaba; un hombre alto y delgado en traje negro, camisa blanca y corbata de lazo, estaba inclinado sobre su madre, sentada en una silla junto al angosto cajón de madera que contenía el cuerpo de su padre. Stoner cruzó la habitación. El hombre alto lo vio y le salió al encuentro; tenía los ojos grises y chatos como pedazos de cerámica esmaltada. Pronunció algunas palabras con una voz profunda y empalagosa de barítono, espesa y queda; lo llamó “hermano” y habló del “pesar” por la muerte de un ser querido; dijo que “el Señor da o el Señor quita” y preguntó si Stoner quería rezar con él. Stoner siguió de largo y se detuvo frente a su madre; su rostro flotaba en él.
A través de la vista nublada observó que ella lo saludaba y se levantaba de la silla.
–Querrás ver a tu padre –le dijo, tomándole el brazo.
Con una mano tan frágil que apenas se sentía, lo condujo hacia el ataúd abierto. El miró. Miró hasta que se le despejó la vista, y luego retrocedió espantado. Ese cuerpo encogido y diminuto parecía el de un ser extraño, y su cara era una máscara de delgado papel marrón, con profundas depresiones negras donde debían estar los ojos. El traje azul oscuro que envolvía el cadáver era grotescamente holgado, y las manos plegadas sobre el pecho que le sobresalían de las mangas parecían las garras disecadas de un animal. Stoner miró a la madre, y supo que sus ojos delataban el horror que sentía.
–Tu padre perdió muchos pesos en el último par de semanas –dijo ella–. Le pedí que no saliera al campo, pero se levantó antes de que yo me despertara y se fue. No andaba bien de la cabeza y no sabía lo que hacía. El médico dijo que así debía ser o no lo hubiera dicho.
Mientras ella hablaba, Stoner la vio con claridad en cierto modo, al hablar era como si también hubiera muerto, y una parte de ella yacía irrecuperable en ese cajón con el marido, de donde nunca volvería a emerger. Ahora la veía, su cara demacrada y encogida, y tenía el rostro tan macilento que aun en reposo la punta de los dientes se insinuaba bajo los labios consumidos. Caminaba como si no tuviera peso ni fuerza. El murmuró algo y salió de la sala; fue a la habitación donde había crecido y se quedó de pie ante el cuarto desnudo. Tenía los ojos calientes y secos, y no pudo llorar.
*** Extraído de la novela Stoner, de John Williams.
Primera edición año 1965 (Viking). Edición actual Año 2016 Editorial Fiordo. Buenos Aires– Argentina.
Biblioteca Viva Plaza Egaña – Santiago de Chile. Fundación La Fuente
Digitalización del presente texto: Ernesto Bustos Garrido
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