Juicios exprés, y a veces ni siquiera eso. Y luego el paredón, o el cuchillo en el cuello o el balazo en la nuca. Así se resolvían los conflictos políticos y las intrigas pueblerinas en Colombia desde los años cuarenta en adelante. Entonces ya era un país dividido en dos bandos irreconciliables. Matar al enemigo era siempre un mero trámite cotidiano, como cambiarles el agua fresca a los pollos.
Este y no otro es el cuadro que pinta Antonio Montaña, importante escritor colombiano de la generación del cincuenta, en “El aire turbio”. El cuento tiene una construcción perfecta. El lenguaje es el apropiado para ir recreando el clima de indolencia por un lado y el de la violencia, por otro. A su vez, ya no refiere a una violencia soterrada, sino una violencia palpable día a día, en esa sociedad, tanto que se confunde con los oficios religiosos, las comidas típicas en las fondas, el guayabo (la resaca después de una noche de juerga) y los juegos de billar en la cantina. Otro aspecto notable es el ritmo de la narración: A la primera lectura pareciera de un andar lento, pero el relato tiene un vigor y una dinámica que van enhebrando los hechos, a paso de tambor, para concluir con un desenlace inesperado. Realmente inesperado…
Montaña también desliza en este cuento la venalidad del juez y la maldad premeditada del alcalde, que es militar. Por asuntos que no se explicitan en el cuento, pero que se intuyen, el alcalde elimina a un disidente, y le importa tan poco como aquello de cambiarles el agua fresca a los pollos.
Montaña es del año 1932. Estudio filosofía en Italia. Dio aulas en dos o tres universidades de Colombia. Fue periodista y ensayista; también autor y director teatral. A él se debió la primera traducción al español de La Mandrágora, de Maquiavelo. Su primer libro de cuentos aparecido en 1963 se tituló Cuando termine la lluvia. Falleció el 5 de enero de 2013.
Por Ernesto Bustos Garrido
Un relato corto de Antonio Montaña: El aire turbio
Quizá fue un estremecimiento de la luz que se colaba por las hendijas del postigo o la fatiga del aire, denso, lo que de manera lenta fue quebrando su sueño. La lluvia golpeaba el techo de zinc. Pensó que apenas comenzaba a amanecer y que podía dormir un rato más; pero al cambiar de postura comenzó a latirle dolorosamente la cabeza. Tenía seca la boca y una sensación de peso sobre el estómago. Estiró un brazo y, manteniendo el tronco inmóvil, tanteó la cama en busca de la botella de gaseosa que recordaba haber dejado medio llena; la encontró sin dificultad y apenas tomándola, comprendió que estaba vacía: danzó entre sus dedos y ruidosamente golpeó contra el entablado; parejamente y como una orden, subieron hacia él claros, distintos, los rumores de la calle. Debería ser más de mediodía.
Tomándose la cabeza a dos manos, se irguió y luego, sentado sobre el borde de la cama, permaneció un rato frotándose el cuello para activar la circulación. Bajo los dedos sentía resbalosamente tibia la piel.
“Debe ser la fiebre –pensó–, otra vez el maldito paludismo. Anoche no tomé demasiado”.
Ya en el patio mientras se refrescaba la cara con el agua de la caneca, recordó que no había comido nada desde hacía por lo menos veinticuatro horas. Tendría que ir a la Fonda y solicitar que le prepararan cualquier cosa. Recordó haber oído a la madrugada los chillidos de un cerdo. Lo estarían salando en el patio: carne fresca para el almuerzo.
Cuando salió a la calle, el aguacero había dado paso a una llovizna pertinaz. En el aire, pesado, subsistía el aroma dulsastre del día anterior. Con cuidadosa lentitud para no resbalar sobre la greda y resguardado bajo el alero, empujó la puerta de la Fonda. Las dos mesas estaban sin mantel y ocupadas sólo por las moscas: olía a grasa revenida, sudor y humo.
En la cocina, bajo la mesa sobre la que se apilaban los platos sucios, dormía el perro. La estufa parecía estar apagada. Al fondo del corredor, contra la puerta del patio, sumergidos los pies bajo hollejos de papa, estaba la Gorda.
Preguntó por Eloísa. La mujer dejó de canturrear, sacudió los hombros y dijo algo en tono inaudible. Antes de preguntar si habían matado cerdo, permaneció en silencio, mirando un abombamiento del cielo raso y la amplia grieta que se abría del centro hacia uno de los costados.
La mujer sonrió meneando la cabeza.
–¿De manera que usted también pensó que era un cerdo?
No contestó nada; se quedó sintiendo el bochorno, el calor enfermizo de la tierra empapada.
–¿Hay algo de comer?
–Espérense a que llegue la patrona.
La sensación de vacío estomacal iba en aumento.
–¿Dónde está?
–Aquí una ya no puede decir nada.
Calló por un instante e hizo chasquear la lengua.
–De manera que usted también creyó que era un cerdo. ¡Usted también!
Durante el camino había saboreado el inminente bocado: la grasa tibia y levemente salada del animal. Ahora le parecía que se estaban burlando de él.
–Entonces, ¿qué era?
La mujer permaneció impasible; supo que lo había escuchado por el brillo fugaz de sus ojos. Iba a reiterar la pregunta, cuando ella comenzó a levantarse; lo hacía con dificultad, sacudiendo la carne hinchada y malicienta.
–Tal vez pueda prepararle un par de huevos, si es que las gallinas no dejaron de poner con la borrasca.
La miró atravesar el patio hacia los nidos y regresó al comedor; abanicó el aire para espantar los moscos de la mesa y entretenido con los ruidos que llegaban de la cocina, esperó que le trajeran de comer.
El dolor de cabeza persistía. Se palpó la frente. No, no tenía fiebre. “Tal vez fueron las cerezas. Debían estar pasadas”. Cerró los ojos y recordando que había perdido casi todas las partidas de billar; le pareció ver otra vez, manejadas por una fuerza enemiga, las bolas de un lado a otro, rehuyéndole.
“Tal vez sí fueran las cerezas. Había debido comer antes”.
La mujer entró con huevos fritos y un plato de papas. Puso la comida sobre la mesa y respirando fatigosamente regresó al butaca.
Como recordaba los chillidos de la madrugada, y no podía evitar relacionarlos con la muerte de un cerdo. Los huevos le parecieron desabridos y mientras los comía con cierta repugnancia, pensó que había incumplido, otra vez, la cita con el Juez.
“Quizá lo vea por la noche. Voy a decirle que no me sentía bien”.
Retiró los platos. Sentía el malestar de la náusea. Miró a la mujer que continuaba pelando cuidadosamente las papas: el hollejo se encaracolaba sobre el cuchillo para descender en espiral y caer, finalmente, al suelo. No tenía deseos de conversar, pero estaba seguro de que si alargaba el silencio, vomitaría. Preguntó qué horas eran y no le importó mucho que la respuesta se ocultara tras el cacareo de una gallina.
Las moscas comenzaban a posarse sobre los restos de la comida, cubriéndolos cosi completo.
Se levantó:
–Apúnteme esto en mi cuenta.
La mujer asintió y dijo algo que él no pudo escuchar: no había llegado a la puerta y respiraba a bocanadas el aire empapado de lluvia, intentando vencer la enfermedad que había llegado a los huesos.
***
No había tampoco nadie en el café. Tuvo que golpear repetidamente sobre el mostrador para que, asomando por entre la cortina de cretona que separaba el negocio de la trastienda, apareciera el rostro del encargado.
Pidió un mejoral, agua y café. Mientras lo atendían se entretuvo mirando la lona que cubría la mesa de billar. La humedad, el polvo, las huellas de los vasos, y los remiendos, habían dibujado sobre ella rostros fantásticos. Entrecerrando los ojos creyó ver un circo: el domador estaba en el centro agitando su látigo sobre un animal indefinible. Podía ser un león… o un cerdo. Sacudió la cabeza para desterrar el pensamiento desagradable y el dolor que repiqueteaba con renovada violencia sobre su frente. La voz del encargado sonó lejana.
–Anoche si estaba de malas, Don Pedro… No dio una. ¿Ah? Pero eso sí, se la puso buena.
Hubiera querido decirle que no; que aguantaba mucho más, pero el dolor no lo dejó. Se limitó a sonreír con desgano.
–Eso sí, afortunadamente se fue temprano. Después las cosas se pusieron como feas.
Asintió como si realmente supiera a qué se refería el hombre. No deseaba continuar la charla.
“Tal vez –se dijo– hubiera sido mejor quedarme en la cama.”
Sólo veía, en la plaza, frente a la Alcaldía, la silueta de dos guardias. Estaban recostados contra la pared, a los lados de la puerta. Tenían el fusil a dos manos y no parecía importarles demasiado la llovizna que caía, vertical sobre sus cuerpos y las armas.
Tragó con dificultad las pastillas; el café estaba amargo; sólo tomó un sorbo que pareció acentuar el malestar. Cerró los ojos y permaneció un rato sumido en el sopor. Como filtrados por una espesa pared, los ruidos de las voces y del trasegar de botellas lo envolvían suavemente. Comenzó a sentirse mejor.
–¿No ha venido el juez?
–No creo que venga. Lo deben tener ocupado.
Los guardias no se han movido de sus puestos. De pronto pensó que parecían salidos de la mesa de billar. El uniforme tenía la misma tonalidad verde desteñida y la inmovilidad y el fusil les daba una apariencia fantástica.
–¿Cuánto quedé debiendo anoche?
El encargado desapareció bajo el mostrador y regresó con una libreta.
–Seis chicos y lo de pique, nueve pesos. El Brandy del Alcalde, cuatro. Trece.
–¿El qué del Alcalde?
–El Brandy.
–Yo ni vi al Alcalde.
–No importa: él dijo: Todos los hijuetales que estuvieron aquí me van a pagar un trago, que era como un impuesto a la vagancia, o algo así, dijo. Si quiere, no es más sino que vayan a reclamarle.
–Pues que se joda. Yo no le pago a nadie.
–Eso es cosa suya. Entiéndase con él.
Sintió que nuevamente el malestar lo estaba invadiendo; otra vez el peso en el estómago; distinto, frío.
–Hay cosas a las que sí no hay derecho.
El encargado se encogió de hombros:
–Tómese una cerveza. don Pedro. Eso es lo mejor para el guayabo. Y piense que por pagar dos tragos, no se muere nadie. ¿Se la sirvo?
Iba a decir: “Sírvaselo a su Madre”, pero se contuvo. Negó con un gesto de la mano. Pensó: “Son apenas las tres de la tarde y ya se tiraron el día”.
–Anóteme esto a mi cuenta…
El encargado estaba de espaldas y no volvió ni siquiera la cabeza para preguntar:
– Y el puesto al fin se lo van dar, ¿no?
Cerró los puños con furia.
–Sí –dijo–. Eso es seguro. El juez me dijo que hoy hablábamos.
La oscuridad se precipitó de pronto. Cesó de llover y ya era de noche. Lo notó porque las letras de la revista fueron convirtiéndose en un manchón, y leía adivinando las palabras: o recordándolas, porque ya se las debía saber de memoria. No conocía personalmente a ninguno de los jugadores de Boca Juniors, pero si los encontrara en la calle, los podría reconocer entre un millón. Tal vez si hubiera nacido en el barrio de la Boca, sería uno de ellos.
Dejó la revista sobre la mesa, y se peinó los dedos. Al salir dio una rápida ojeada a la carátula de “El Gráfico” y remedó el gesto de alegre complacencia del jugador.
Estirándose la camisa salió a la calle. Ya habían encendido la planta en torno a los bombillos y comenzaban su atolondrada danza las chapolas.
En la calle oyó las llamadas a rosario y le pareció que nadie había escuchado el repique de las campanas. No hubo revolar de mujeres en la plaza. “Contra su costumbre, hoy debiera madrugar”. En el café uno de los policías se entretenía practicando carambolas.
Como no había más parroquianos, se limitó a mirarlo un instante desde la puerta y se encaminó hacia la Alcaldía.
Las ventanas del primer piso estaban cerradas, pero desde la calle se escuchaba el repiqueteo de una máquina de escribir. Supo que era la del Juez porque la secretaria del Alcalde, o su ordenanza, escribían más lentamente.
En el corredor la voz de uno de los guardias lo detuvo. Explicó que tenía una cita con el Juez.
–¿Es uno de los testigos?
Dijo que sí para no entrar en explicaciones. Subía la escalera cuando la voz, desde la oscuridad, volvió a sonar:
–Acuérdese bien de cómo fue la cosa; que no tengamos que refrescarle la memoria.
***
El Juez estaba en mangas de camisa. El cuarto olía a tabaco viejo y a moho. Sobre el escritorio yacían varios expedientes, abiertos unos; anudados y cubiertos de polvo los otros. Levantó la cabeza y se quedó mirándolo mientras se desperezaba.
–Vine a excusarme. No le cumplí porque amanecí enfermo, Doctor Camacho. Las fiebres… tal vez.
El Juez comenzó a sonreír:
–Anoche en el café parecías sano. Un poco borracho, nada más. Se reía a carcajadas: No confundas el guayabo con las fiebres. Súbitamente dejó de reír.
–Estoy ocupado, tenemos un caso grave. Más bien después hablamos.
–Pero Doctor Camacho… dígame una cosa: ¿si hay alguna esperanza de lo del puesto? Hace dos meses que estoy esperándolo.
Sentía seca la garganta; pasó saliva un par de veces y deliberadamente mintió:
–Por quedarle a usted bien no he aceptado otros trabajos y un día cualquiera me van a echar de la pieza.
El Juez se quedó mirándolo:
–Dime una cosa –el tono era confidencial–. ¿Te acuestas todavía con Eloísa?
Sonrió tímidamente mientras afirmaba:
–Por ahí de vez en cuando.
–Entonces no hay por qué preocuparse. Ella es la dueña de la casa y de la Fonda. Techo y comida los tienes asegurados.
Se levantó y comenzó a pasearse por el cuarto mientras encendía un cigarrillo.
–Por mí que debías trabajar aquí. Yo necesito el notificador. Los policías no conocen a nadie, la gente les tiene miedo y además son muy brutos. Lo malo es que no hay mucha gente a quien notificar. Si son casos de orden público, hay que traer a los sospechosos y notificarlos aquí. Un notificador no puede andar por ahí echando bala. Los levantamientos, pues los hago yo… Lo único serían los juicios civiles, pero con tanto trabajo es difícil atenderlos.
Se detuvo en el centro del cuarto y comenzó a lanzar coronitas de humo. Las seguía con los ojos hasta cuando se desvanecían.
El silencio comenzó a tornarse pesado. El único ruido que se escuchaba era, en el patio, el de las órdenes de cambio de guardia.
–Me gustaría comer algo. Haz valer tu influencia en la Fonda para que me preparen algo especial.
–No creo que haya nada de bueno. Me desperté a la madrugada y creía que estaban matando un cerdo pero resultó que no era cierto. Lo que sí sé es que no era una pesadilla.
–Pues era una pesadilla. ¿Oíste? No te pongas a carajear.
–La gorda Mercedes oyó los alaridos. Me dijo: “¿Y usted también pensó que estaban matando un cerdo?”
–Pues la Gorda tampoco oyó nada. Y no te hagas el pendejo.
Cambié de tono de voz.
–¿Quién ganó el domingo la partida en Bogotá?
–Millos, cinco a dos.
–Pues ve aprendiendo una cosa: que siempre hay unos que ganan y otros que pierden. No vas a apostarle a los que no pueden ganar. Y ahora lárgate, que estoy ocupado.
Permaneció un momento contra el escritorio en donde sentado ya, el Juez comenzaba a escribir. El malestar, que había desaparecido casi por completo, volvió a golpearlo.
Era como si de pronto estuviera respirando aire malsano. Sabía que la voz iba a salirle chillona, pero de todas maneras dijo:
–Usted sabe, Doctor Camacho, que estoy para servirlo.
Mientras descendía lentamente la escalera, recordó la fotografía de “El Gráfico”: el estadio repleto y los veintidós hombres esperando el saque de honor. “Eso sí es vida, mil pesos por patada; termina uno. le dan su masaje y ya no le importa nada” …
Alguien desde abajo preguntó:
–¿Dejamos salir a éste?
Apagada se escuchó la voz del Juez dando la orden.
La puerta de la Fonda estaba cerrada y tuvo que golpear varias veces. Sin saber por qué, el hecho le parecía ofensivo. Nunca antes de las diez de la noche ponían la tranca y todavía ni siquiera habían dado las ocho. Cuando sintió los pasos conocidos de Eloísa y el ruido metálico de la tranquera al ser descorrida, sintió otra vez el hambre. Pensó que tal vez el malestar y el malhumor eran causa de la debilidad. “Voy a decirle que también le manden gallina al Juez”.
El rostro de la mujer asomó cautelosamente.
Adentro las luces estaban apagadas y la habitación iluminada sólo por un reflejo que llegaba al patio.
–Estuve aquí después del mediodía. La gorda no me supo decir en dónde estabas. Hubieran podido contar.
Hizo caso omiso de la alusión.
–Como a la madrugada me pareció oír unos chillidos, pensé que habían matado un cerdo y me entró un hambre terrible. Después no pude comer de puro despecho y todavía el hambre la tengo.
Estaba pasando por frente a la puerta de la cocina. En la oscuridad brillaba el rescoldo.
La mujer se detuvo.
–Espera, voy a ver si quedó algo.
La sintió trasegar en los cajones de la alacena.
–¿Por qué no enciendes la luz?
–El plomo del fusible se fundió otra vez. No pude arreglarlo.
Encendió una vela.
–La lámpara de Don Ramón. Tuve que pedírsela prestada. Puso sobre un plato la presa de gallina, algunos pedazos de yuca y roció todo con guiso de tomate.
–Debe estar un poco frío pero no voy a calentarlo.
Comió en silencio, masticando testarudamente la carne desabrida y dura: la grasa se adhería con terquedad sobre el paladar y pensó que esa comida cerraba con melancólica precisión un día desagradable.
–No quieren entregar al Maestro Eduardo –dijo de pronto la mujer–. Dicen que tienen primero que hacerle la autopsia.
Tenía la boca llena y le costó trabajo pasar el bocado.
–¿A quién?
–Lo molieron a palos y después lo chuzaron con las bayonetas. Ahora dizque no saben de qué se murió.
Retiró el plato:
–La gente habla mucho.
–¿No vas a comer más?
–No: he tenido hoy el estómago como revuelto.
–No es que la gente hable. Vieron cómo lo sacaban anoche de la Alcaldía los guardias. Luego dijeron que le había dado un ataque. Aquí detrasito no más fue donde lo mataron. Todos oímos los chillidos.
La mujer se dio la bendición.
–Ya se cagaron también en este pueblo.
Sintió que otra vez y sin poderlo evitar, estaba respirando la región enferma del aire, su aroma dulzón y repelente. Escuchaba la voz chillona y excitada de la mujer, pero no podía atender a otra cosa que a la avalancha de saliva que le repletaba la boca. Volvió la cabeza y dejó, sin oponer ninguna resistencia, que el hastío de la lenta jornada, los temores, la lluvia, el cuerpo se vaciara. Junto con la comida vomitaba los recuerdos del día anterior. Permaneció sin moverse hasta que pudo respirar otra vez el aire tranquilo de la noche: su aroma vegetal. Cuando levantó la cabeza dijo:
–Me voy para la pieza. Esta vaina sólo se cura durmiendo.
La mujer lo miraba asustada. Bajo la luz le la vela, le pareció más vieja. Volvió los ojos para no verle el rostro, brillante de grasa.
–Sería bueno que le mandaras también gallina al Juez.
–Por mí –dijo la mujer– que se busquen otra cocinera o que se vayan a comer mierda.
Recordó el rostro del encargado de la cantina:
–Por servir una comida no se muere nadie.
Estaba atravesando el corredor. Se limpió la boca con la palma de la mano, abrió la puerta y salió a la calle.
En el café alguien había puesto a funcionar el gramófono: la letra del bolero se perdía en el aire tibio y las calles desiertas.
Caminó sin prisa hacia la plaza y la música.
***
En el café los parroquianos eran muy pocos. En la mesa del fondo estaban el Alcalde y dos policías. Se dirigió hacia ellos sin volverse para saludar a los otros contertulios. Permaneció un instante frente a la mesa de billar. Nadie estaba jugando, pero las bolas no habían sido retiradas. Tomó una y dándole un giro con los dedos, la impulsó hacia las otras. Oyó el ruido de la carambola y pensó que no había sido muy honesto echarle clavija en la partida del domingo al Maestro Eduardo. Sonriendo acercó una silla a la mesa en donde estaban el Alcalde y los policías.
–¿Qué hay por aquí?
–Nada –dijo el Alcalde. Viendo si ponemos a funcionar este pueblo–. Los guardias asintieron con la cabeza–. Y usted ¿qué ha hecho?
–Nada, mi Teniente. Sólo que quería decirle una cosa: Lo del trago que se bebió a mi salud anoche…
El Alcalde se echó el quepis hacia atrás.
–Si me ayuda con el Juez a conseguir el puesto, no voy a poder pagarlo.
–Jorge –gritó–: Tráigale una cerveza a este pendejo, así quedamos en paz –Luego bajó la voz–. Estoy aburrido aquí; en este maldito pueblo no hay nada que hacer.
Se quedó mirando la cara plácida del Alcalde, su ausente y tranquila sonrisa. Y comprendió que esa era la oportunidad:
–Si usted me ayuda, mi Teniente –dijo– podíamos organizar aquí un equipo de fútbol.
10 Narradores colombianos. Antología de Oscar Collazos. Bruguera Libro Amigo. (Barcelona) 1977. Primera edición.
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